Originario de la Suiza francófona, el Malakoff nació como un tributo festivo y se convirtió en deleite cotidiano. Fundido, dorado, crujiente por fuera y sedoso por dentro, es un bocado que reconforta sin esfuerzo. Hay algo ceremonial en su sencillez, como si cada capa contuviera una celebración discreta. No necesita adornos: su esencia basta.